Fundado en Italia a finales del Siglo XVI, el estilo barroco se caracterizó por sus temas religiosos, las composiciones recargadas, su excesiva ornamentación que se contrapone a lo clásico, sus dramáticos contrastes de luz y sombras, así como cierta tendencia a la exageración. Durante los siguientes siglos, el término sería peyorativo para describir un significado recargado, engañoso y caprichoso, hasta que fue revalorizado en el Siglo XIX por Jacob Burckhardt y en el Siglo XX por Benedetto Croce y Eugenio d’Ors. Con el tiempo, los historiadores comenzaron a comprender que el barroco no era una degradación de los criterios clásicos, sino un estilo claramente definido muy diferente a todos los anteriores, además de ser poseedor de una grandeza estética.
A pesar de que el barroco no fuera justamente valorado durante mucho tiempo, en Italia surgieron algunos artistas que se ganaron el mecenazgo y la preferencia de reyes y emperadores. Tal es el caso de Luca Giordano, o Luca Jordán en su forma castellanizada, quien fue un pintor nacido en Nápoles en 1632. En aquella época, Nápoles formaba parte de la llamada Italia española, ya que, junto a Lombardía, Sicilia y Cerdeña, pertenecían a la Monarquía Hispánica.
Fue hijo de un pintor poco conocido llamado Antonio Giordano, quien para suerte de Luca era un amigo cercano de José de Ribera, considerado uno de los pintores más relevantes de la época. Desde que era muy joven, Luca comenzó a trabajar con Ribera en Nápoles y estuvo viajando con él por toda Italia. Su travesía por Roma, Venecia y otras ciudades junto a Ribera le permitió entrar en contacto con las obras de otros grandes maestros, cuya influencia permearía evidentemente en sus pinturas.
Fue criticado por copiar o hacer obras a la manera de Rubens, Tiziano y Rafael; además, la rapidez con la que pintaba era motivo de críticas por parte de sus colegas. Pintaba con tal velocidad, que le apodaban “Luca fa presto”, lo que le permitió producir a lo largo de su carrera una extensa colección de piezas.
Con tan solo veinte años realizó una serie de lienzos napolitanos en los que plasmó su talento y la influencia de su maestro español. En Venecia pintó frescos para la Basílica de Santa María della Salute, además de otros maravillosos frescos en Florencia en la Iglesia de Santa María del Carmine. Otro de sus trabajos florentinos más notables es el techo de la Biblioteca Riccardiana en la manzana ocupada por el antiguo Palacio Medici.




Giordano adquirió un estilo muy versátil que fusionaba sus influencias venecianas y romanas. El influjo de Ribera se manifiesta en la forma de la composición y la iluminación tenebrista pero con contrastes de color, además de adoptar la riqueza ornamental de Veronese y los esquemas complejos de Pietro da Cortona.
Debido al reconocimiento que adquirió en Italia, el Rey Carlos II de España lo comisionó para realizar los frescos del Real Monasterio de El Escorial. En 1962 arribó a España para ejecutar la obra, a la que seguirían El Palacio del Buen Retiro, la Iglesia de Atocha, y la Catedral de Toledo. Durante su estancia de diez años en España, Giordano produciría muchísimas obras sobre lienzos que son atesoradas principalmente en el Museo del Prado.
Sin embargo, mi obra favorita del artista se encuentra actualmente en el Kunsthistorisches Museum de Viena. Me refiero a El arcángel San Miguel y los ángeles caídos, un majestuoso lienzo de gran formato que simboliza magistralmente la victoria del bien sobre el mal, representada a través del triunfo del arcángel San Miguel sobre un grupo de demonios con forma humana y alas de murciélago. En este maravilloso claroscuro barroco podemos observar la influencia de Ribera reflejada en las expresiones de agonía de los demonios y todo el dramatismo de la escena. Aquí se puede comprobar la máxima con la que creaba Giordano, quien llegó a expresar que un buen pintor es quien gusta al público, y éste es atraído por el color. Efectivamente, la luminosidad celestial del arcángel se contrasta de forma dramática con la obscuridad de los demonios, que se rompe únicamente con el reflejo de las llamas ardientes sobre sus cuerpos en agonía.
Adquirió gran reconocimiento en la corte española y le fue concedido el título de caballero. No obstante, la muerte de Carlos II y el ascenso al trono de Felipe V significarían para Giordano el fin de los trabajos comisionados en España. Así, regresó a Nápoles en 1702 con una gran fortuna, con la que realizó obras benéficas y ayudó a otros pintores locales en necesidad. En su ciudad natal realizaría sus últimas obras, el techo de la sacristía de la Cartuja de San Martín y la cúpula de la Iglesia de Santa Brígida, donde descansan sus restos tras su fallecimiento en Nápoles en 1705.
